Llegué a amar al lobo solitario. Sin darme cuenta, poco a poco, me gané su confianza, la que fue posible. Se acercaba a mi cada vez más, aunque con los ojos redondos y grandes nunca dejó de vigilar mis pasos. No le domestiqué. Por las noches era una criatura tranquila, aunque nunca perdía fuerza. Le acaricié mientras dormía, y él me puso su cara frente a la mía muchas veces cuando el sol salía.
Yo no le supe amar en su libertad. No pude con el aire. Me acostumbré a su calor, a su pelo suave, a que me cuidara, a que me enseñara todos los días algo del mundo. Los lobos a veces necesitan irse, sin razón. Esto yo tardé en comprenderlo (a veces, aún me sorprendo desconociendo todo).
También lo soy. Y en este camino, aprendí que sólo se puede amar de verdad si se aman las cosas como son, sin preguntarles nada a cambio.
Quiero aprender a ver cuando se va, cuando no quiere dejar rastro de su olor por la nieve. Vuelve a ser salvaje, y eso está bien. Ahora que le veo a lo lejos, como un punto que se mueve, reconozco toda la ternura que me dió sin darse cuenta y le perdono sus silencios. Los animales y las personas nos dan dulces siempre, aunque no es fácil ver. Lo bello no siempre es bello.
El dolor de hoy es lo mismo que las veces que le quise poner a él en una jaula.
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